lunes, 14 de noviembre de 2011

Lucas (18, 35-43):


En aquel tiempo, cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna.


Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron: «Pasa Jesús Nazareno.»

Entonces gritó: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!»

Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»

Jesús se paró y mandó que se lo trajeran.

Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»

Él dijo: «Señor, que vea otra vez.»

Jesús le contestó: «Recobra la vista, tu fe te ha curado.»

En seguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.



Al leer el evangelio  de hoy, me surgen varios interrogantes que me hacen plantearme varias cosas en mi vida.

1)     ¿Qué es lo que pasa a mí alrededor? ¿cómo veo la realidad?

2)   ¿Cuáles son mis cegueras? ¿qué me impide ver el camino, o mejor dicho como al ciego, sentir el camino de vida?

3)    Jesús pasa por mi vida todos los días. Se hace el encontradizo y yo muchas veces no le descubro o vivo simplemente sin necesidad de él.

¿Necesito gritar a Jesús? ¿De qué necesito que me salve, me liberé?



Jesús se dirige a mí al igual que si dirige a todos y nos pregunta: ¿qué quieres que haga por ti?

Sólo puedo exclamar  ¡Qué vea otra vez! 

Cuando vivo sin darse cuenta de lo que pasa, sin percibir las necesidades que tienen lo demás; mirándome solo a mi mismo necesito que Jesús me haga vez de nuevo.

La palabra me invita a abrir los ojos, a percibir la realidad con una mirada nueva como les decía a los chicos de clase.  Ver el lado positivo de la cosas, de las personas…



¡Haz, señor que vuelva a ver de nuevo!