Lucas (18, 35-43):
En aquel tiempo, cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna.
Entonces gritó: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!»
Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»
Jesús se paró y mandó que se lo trajeran.
Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»
Él dijo: «Señor, que vea otra vez.»
Jesús le contestó: «Recobra la vista, tu fe te ha curado.»
En seguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.
Al leer el evangelio de hoy, me surgen varios interrogantes que me hacen plantearme varias cosas en mi vida.
1) ¿Qué es lo que pasa a mí alrededor? ¿cómo veo la realidad?
2) ¿Cuáles son mis cegueras? ¿qué me impide ver el camino, o mejor dicho como al ciego, sentir el camino de vida?
3) Jesús pasa por mi vida todos los días. Se hace el encontradizo y yo muchas veces no le descubro o vivo simplemente sin necesidad de él.
¿Necesito gritar a Jesús? ¿De qué necesito que me salve, me liberé?
Jesús se dirige a mí al igual que si dirige a todos y nos pregunta: ¿qué quieres que haga por ti?
Sólo puedo exclamar ¡Qué vea otra vez!
Cuando vivo sin darse cuenta de lo que pasa, sin percibir las necesidades que tienen lo demás; mirándome solo a mi mismo necesito que Jesús me haga vez de nuevo.
La palabra me invita a abrir los ojos, a percibir la realidad con una mirada nueva como les decía a los chicos de clase. Ver el lado positivo de la cosas, de las personas…
¡Haz, señor que vuelva a ver de nuevo!